Ellos, los que me visitan a menudo, han venido esta noche de nuevo. Yo estaba en la cocina, tratando de prepararme algo rápido. Tenía hambre. Últimamente siempre tengo hambre. Esta vez entraron por la ventana y me dijeron que me olvidara de comer pues tenían que hablar muy seriamente conmigo. Se sentaron en el sofá, sacaron unas fotos de un sobre amarillo y las colgaron en la pared con tachuelas. “Te hemos estado observando. Llevas muchos días pasándola bien. Nos parece muy saludable. Pero estás siendo egoísta. Hace tiempo que no contribuyes a la causa. Te necesitamos. Seremos benévolos contigo esta vez, pero la próxima vez que regresemos no lo seremos.”
Los tres hombres, vestidos de negro, abrieron la puerta que conduce al balcón y salieron volando.
Yo me senté frente a la computadora y escribí un poema hipersintético sobre la agonía de ser un ser vivo. Se lo envié a una revista digital local, que lo publicó al día siguiente.
Los tres hombres, críticos literarios, tendrían comida para un mes. Y yo podría finalmente sentarme a devorar un enorme bistec con papas fritas junto a mi novia feminista y vegetariana.