“Es más fácil poner un huevo que escribir”, dijo una vez Elena Poniatowska al referirse al problema del autor ante la página en blanco.
Esa “señora muy fría”, como describió Norman Mailer no a la Poniatowska sino a la cuartilla vacía, puede en un momento resultar intimidante. Este no fue el caso del escritor y filósofo cubanoamericano Maurice Sparks cuando intuyó (fue lo que hizo) su novela más conocida y, para los críticos, la joya de su corona bibliográfica, “Alicia en el País de la Cascarilla”.
La obra de Maurice Sparks -creador de narrativa meridiana: siempre escribe a las doce del día- lleva como marcas de agua ritmo y agudeza. Pero sobre todo concisión. Redactar una crítica de su novela más popular es asistir al apogeo de un autor conciso hasta el extremo; obsesionado, dirían algunos, con reflejar la vacuidad de estos tiempos. La famosa “Era Cascarilla” donde lo que importa es la fama.
En “Alicia…” se nos revela un Sparks en su mejor forma al exhibir el músculo de su narrativa conceptual minimalista en un alarde catártico de sobriedad. Sucinto donde los haya, Sparks muestra, demuestra, que es un escribidor de raza y un maestro en la economía de palabras. Siete bastan para montar el andamiaje.
Todo comienza (y termina) en el título, el cual nos invita a imaginarnos a una Alicia que es pintada con la riquísima gama de los tonos blancos. La obra, en esencia, es un juego de armas blancas; una in-daga-ción en blanco navajo, en blanco marfil, en floral blanco. En blanco nieve. Y más que nada en blanco cascarilla.
Al empezar a leer el título, Alicia se nos antoja arquetipo, y al terminarlo se nos revela paradigma. Ella es el signo de unos tiempos sin esencia en los que el enunciado vale más que la sustancia. Época de emoticones, abreviaturas y hologramas, en los que el lenguaje se reduce a su mínima expresión, la del simbolismo de la mente en blanco.
Aunque más que nada, Alicia es por antonomasia un país. El intelectual cubano Juan Benemeliz, en su texto cardinal “Un libro contra la Normalización del Silencio”, habla de “esa artificialidad paradójicamente viva que es Cuba”. Según añade, Cuba “no es explicable como nación. Nadie ha logrado definir con certeza a ese país. No sé si existe la nación, ni lo cubano, ni el cubano.”
En otras palabras, en cuanto a la cubanía no hay nada escrito, y eso en ninguna obra se refleja con mayor contundencia que en “Alicia…”.
Si acaso, ese libro nos sugiere el folclor como uno de los rasgos distintivos y factores aglutinantes de la identidad nacional pues desde el título mismo (y eso es todo) se nos revelan las prácticas sincréticas de la protagonista.
La idea engarza perfectamente con la imagen estereotipada que ofrecen los medios de comunicación sobre lo cubano, la cual nutre a la cubanía misma que enriquece, recrea y devuelve esa imagen maniquea en una constante retroalimentación; en un tit for tat que nunca permite llegar a saber si los medios audiovisuales copian a la realidad o la realidad copia a los medios audiovisuales.
En eso, precisamente, radica uno de los mayores aciertos, y acertijos, de la novela de un compendioso Sparks, una de esas piezas colosales como la Biblia o el Quijote que muchos juran haberlas leído pero que pocos en realidad lo han hecho, y del título no han pasado.
No en balde “Alicia…” fue incluida entre las 20 obras monumentales de la Literatura Cubana en el Exilio, junto a la cimera “La Nada Cotidiana”. Poco importa que sea puesta en duda la existencia de esa lista, o que algunos murmuren que la mayoría de las obras incluidas pertenecen a su propio compilador. Es lo de menos.
Lo verdaderamente importante es lo que la novela cumbre de Sparks ha generado: un movimiento conceptual reduccionista que desmiente al crítico y teórico estadounidense Harold Bloom, para quien “en la literatura contemporánea, ya sea en inglés, en Estados Unidos, en español, catalán, francés, italiano, en las lenguas eslavas” no hay “nada radicalmente nuevo”.
No sólo que el contenido de “Alicia en el País de la Cascarilla” es novedoso y trasciende todos los idiomas sino que, además, ha devenido germen de la llamada “crítica-ficción” (estas líneas son un vivo ejemplo), lo que igualmente desdice a Bloom cuando opina que “la mayoría de los que se llaman a sí mismos críticos no lo son de ningún modo; se trata de periodistas, o de ideólogos o propagandistas”. No es este el caso.
Cierto es que la “crítica-ficción” hunde sus raíces en Homero, personaje mitológico cuya existencia histórica (y por lo tanto su ceguera, como la de Bloom) son objeto de análisis pero es innegable que ese tipo de crítica constituye un fenómeno renovador y vigorizante en la literatura de nuestra época.
Desde estas páginas llamamos a Bloom a debatir encarnizadamente sobre el nuevo género y dar nacimiento a la “crítica-fricción”. Una respuesta suya sería una pulsada de seriedad y de rigor intelectual en nuestros tiempos. Apuesto que, carente de argumentos, no contesta, y sabido es que otorga aquel que calla.
“Malicia”, como aviesamente la llaman sus detractores más acerbos, se nos convierte, por todo lo argumentado, en “Delicia” al liberarnos de la carga de un mal libro. Alicia, si algo, es inefable.
Aquellos que esgrimen la vacuidad como un lastre de la obra, son aplastados por el propio peso de su argumento: han dado en el blanco (nunca mejor dicho) porque una novela que arranca en Blanco y Trocadero y pretende sugerir más que lo que narra nunca podrá revelarse vacía de contenido. Para estar vacío primero hay que existir, y “Alicia…” no existe como ente concreto sino como fenómeno en gestación perenne que resurge día a día en la imaginación de cada lector.
Costumbrismo del siglo XXI, Alicia se nos presenta como la Cecilia de estos tiempos, y Sparks, como el Cirilo sin plumas de ganso. Alicia es una y todas las heroínas a la vez. Es Lucía, y su creador, un nuevo Solás. El solaz que nos regala Sparks, quien sin lente cinematográfico (y hasta sin lápiz o computadora ni nada de eso) nos obsequia un contemporáneo, y nada extemporáneo, “Espejo de Paciencia” de los “Tiempos Modernos” que no refleja nada.
Su novela es precisamente esto: la imagen fuera del azogue de la misma manera que el pulso narrativo de un Cabrera Infante -ese otro maestro de las formas- era el genio fuera de la botella. No caben dudas, visto lo anterior, de que ”Alicia…” entrará en los manuales escolares cuando en el futuro se estudie la primera mitad del siglo XXI.
Porque, al final, eso es “Alicia en el país de la Cascarilla”. Un libro abierto en tiempo presente, una obra en blanco de actualidad; es la encarnación inexistente de la suprema libertad literaria sin afeites ni manierismos. Es una historia que cada quien escribe a su manera.