El hombre intentó saltar la cerca justo antes de que amaneciera. Había llorado toda la noche y y sus ojos, enrojecidos, le daban un aspecto desquiciado. Esto, unido a una fiebre imprevista sin causa evidente, lo había mantenido despierto cuando más necesitaba descansar. Ahora, no le quedaba más remedio que dar el salto, que llevar a cabo el plan que había elaborado durante casi un año.
Era imposible no querer saltar. Del otro lado, se mostraba todos los días un pasto verde, un ambiente oxigenado, montañas azules y una multitud de extraños animales. Escuchaba sus sonidos, sus cantos de apareo, observaba sus danzas, sus armónicos movimientos, los veía felices en aquel valle de árboles frutales y flores de todo tipo.
Debía saltar.
Al chocar contra la pantalla electrónica del otro lado de la cerca, perdió el conocimiento.
Los vigilantes lo encontraron una semana más tarde, sangrando, casi muerto. Lo devolvieron no sin antes borrar todos los recuerdos y deseos que aún quedaban en su mente.
Volvería a intentarlo el año próximo. Pero para eso estaban ellos allí, para reintegrarlo a su dominio, al lugar que le pertenecía y al que pertenecía ya para siempre.