“No me pongan en lo oscuro”, gritó el hombre-poeta, “a morir como un cavernícola, yo soy moderno y como moderno debo morir de cara a Dios”. Los soldados lanzaron una estruendosa carcajada, le dieron un calmante y cuando finalmente cayó rendido, lo ataron a una fría cama de metal, le colocaron un casco absorbente y esperaron que se encendieran las luces multicolores en el monitor que estaba conectado al casco y abandonaron la celda. Después, como todas las noches, se fueron a sus cuartos, se colocaron las máscaras del idealismo (unos extraños objetos color plata, llenos de cables y sensores que se conectaban a la computadora de la nave) y se pusieron a soñar que escribían poemas sobre la libertad, la paz y la fraternidad. A la mañana siguiente, ya habían olvidado todos sus sueños y regresaban a la celda en la que el hombre-poeta se preguntaba una y otra vez por qué lo habían puesto en un lugar tan oscuro a morir como un cavernícola.