Ayer fui a una barbería en los Estados Unidos por primera vez. He vivido aquí más de la mitad de mi vida y nunca había visitado una. He preferido siempre esos salones unisex donde te ponen música chea de los ochenta y la peluquera te hace las mismas preguntas cada vez que te pelas. “¿Cómo está tu familia? ¿Piensas ir a Cuba pronto?” La barbería que visité estaba decorada con carteles de autopista. Las sillas eran asientos viejos de avión. Las paredes estaban todas pintadas de negro y el reggaetón boricua ambientaba el ambiente. El barbero apenas me habló. Solo para preguntarme cómo quería el pelado. Eso fue todo. Después de pelarme, (el asunto duró apenas tres minutos), me puso un gel ahí que parecía cola de carpintero y me limpió los pelos que habían caído en mi ropa con algo que parecía una bomba de echar aire a los neumáticos de un carro (nada de hair-dryer). Cuando me finalmente salí de la barbería, sentí que había abandonado uno de los últimos bastiones de la masculinidad.