Todas las mañanas el hombre repetía la misma operación: se sentaba frente al laberinto para ver si se llenaba del coraje suficiente que le permitiera adentrarse en el misterioso lugar. Se quedaba horas así, soñando que entraba, que se perdía y que nunca encontraba la manera de salir. Al rato, se quedaba dormido frente al laberinto. Lo despertaba a menudo el ladrido de un perro callejero que muchas veces también se orinaba sobre él. Después el hombre regresaba a casa como quien regresa de un campo de batalla.