Para evitar ansiedades innecesarias, el burócrata se prepara un tilo en el trabajo. Calienta bien el agua, deposita el paquete de té en el vaso y espera. En eso nota que ha dejado el tubo de Preparation H para las hemorroides encima del buró y que alguien se acerca a su oficina. Con rapidez de lince acomplejado, guarda el medicamento en la gaveta, pero sin querer golpea el vaso de té caliente que se derrama en su mano derecha y en los pantalones. De modo que cuando entra la visitante a su oficina, lo encuentra dando saltos como un loco y moviendo su mano derecha de arriba abajo mientras intenta secarse los pantalones. Entonces el burócrata comprende que no hay mucho que hacer y pregunta: “¿conoces algún remedio casero para las hemorroides”?
Archive for November, 2017
Blake es un tigre saltando en una escalera de auxilio de un viejo edificio de apartamentos en Centro Habana. Tómese un buche de alcohol, maestro, le dice el calesero de turno y en el bar de la esquina, Chucho coloca una moneda en la victrola para escuchar su bolero favorito mientras se toma el que promete será el último trago de la noche. Blake sigue saltando, escaleras arriba, como asustado y huyendo de unas llamas invisibles, sucumbiendo a la simetría sumisa de aquella sinuosa escalera. Te cambio un gato por dos perros, le dice un niño con orejas de elefante que lleva una caja sobre la cabeza y un pirulí en el bolsillo de su camisa blanca de rayas azules. Blake apresura su paso y llega a la azotea. Desde allí puede divisar toda la bahía, incluyendo el Morro, el Paseo del Prado y parte del malecón. En el bar Chucho escucha las notas finales de su bolero favorito. Recoge su sombrilla, se ajusta el saco y el sombrero y se dispone a emprender el camino de regreso a casa cuando ve a un hombre muy pálido con ojos de tigre abrazado a una escalera de caracol sobre la que parece flotar como si hombre y escalera se hubieran fundido convirtiéndose en un inmenso pájaro. William, William, le grita, pero el hombre no lo escucha y sigue flotando allá arriba hasta que finalmente se aleja tanto que es apenas visible.
Franz Kafka ha venido a sentarse en la sala de mi apartamento de la Pequeña Habana y ha pedido una taza de café cubano. Eso es imposible, le digo, es un proceso, una metamorfosis a través de la cual el café cultivado en Colombia llega a transformarse (una palabra que le gusta más a él que esa terrible que escogieron al traducir su Die Vermandlung , así que espero que el gusto lleve al entendimiento) en café cubano. Kafka se lleva las manos a la cabeza y me pide entonces que ponga un disco de Bola de Nieve y sonríe al notar el contraste entre la foto del compositor en la portada del disco y su nombre. De pronto se sienta en una esquina a esperar el café y va despareciendo hasta convertirse en aire. Lo respiro y entonces me siento a escribir este cuento, taza en mano, mientras Bola canta “Chivo que rompe tambó”, y una molécula de oxígeno se transforma en una historia que rueda sin parar desde lo alto de una montaña llamada Kilimanjaro donde antes fue la piel de un leopardo.
Alguna culpa han de tener las víctimas. Algún peso que explique por qué se hunden. La sal de los océanos que cruzan las abrazan. El aliento de la muerte las recibe en las junglas. Alguna culpa han de tener las victimas. Algún deseo indescifrable de sucumbir. Ya nadie las escucha, nadie las escuchó jamás: cabalgan solas a través del silencio entonando cantos desafinados, sumidas en grises tragicomedias. Alguna culpa han de tener las víctimas, dicen a coro los victimarios.
Un día creyó que se podía comer el mundo. Y lo logró. Ahora anda buscando la manera de vomitarlo.
A estas alturas del juego, el juego ha caído muy bajo. Ya nadie cree en nada, más bien todos se apasionan zómbicamente y gritan guiados por el último grito del trending topic, como invocados por un comando de software. Vivimos en el Matrix, en un circuito narrativo manejado con mucha precisión por ingenieros de software desde algún sitio de la galaxia. Dios sí existe: es un experto en cibernética.
Desde hace varios días el elevador del trabajo tiene problemas. La pantalla donde uno marca el piso que quiere ir no está funcionando bien. Cuando uno presiona el número del piso deseado, no se enciende la lucecita que indica que se ha entendido su orden. De modo que el elevador empieza a moverse y usted no sabe con seguridad si lo está llevando al piso que usted quiere ir. Sólo lo descubre al final del viaje. Aquí hay una moraleja.
Año 3010: Los habitantes de la Tierra elevan una queja ante el Consejo Planetario. No les parece justo que tengan una sola luna mientras Saturno tiene tantas. Saturno no cede. Mientras tanto, Plutón protesta para que dejen de considerarlo un planeta enano y Venus le pide el divorcio a Marte. El Sol, molesto con tanto desorden, suspende todas las garantías astroconstitucionales, implanta una dictadura planetaria por todos y para el bien de todos. La Luna terrestre se muda a otro sistema planetario y desde el exilio brilla con mucho más esplendor. Los terrícolas, mientras tanto, adoran al Sol por el día y en la noche le hacen plegarias a la Luna, ya tan lejana y apenas perceptible.
En uno de capítulos más divertidos de “Paris era una fiesta” (“A Moveable Feast”), Hemingway narra que Scott Fitzgerald le confiesa que nunca había estado con otra mujer que no fuera su esposa, Zelda, quien además le había dicho infinidad de veces al autor de “The Great Gatsby” que jamás haría a ninguna mujer feliz debido a razones anatómicas, específicamente, el tamaño de su pene. Hemingway le pide que se lo muestre y al verlo, le dice: ¨No tienes ningún problema”. Y entonces le aconseja a Scott que vaya al Louvre, observe los penes de las estatuas y luego en su casa se mire desnudo en el espejo y compare. Se van los dos al Louvre, pero Scott aún tiene sus dudas y entonces Hemingway le dice, en el más puro estilo hemingwayano: “It’s not basically a question of the size in repose…It is the size that it becomes.”
Hojas secas por doquier como banderas de un ejército vencido.