El maestro vino a enseñarme a escribir. Dice que debo aprender ciertas cosas, que soy un niño de tetas, que debo dejar de escribir minirrelatos, que ya es hora de meterme en aguas más profundas. Viene de lejos, montado en una patineta, es un hombre muy viejo con unas orejas enormes, es cubano o dice serlo. “Don’t tell us we are not Cuban”, reza una campaña publicitaria de Bacardí, como si alguien supiera a estar alturas qué es ser cubano. Yo sí sé, me dice. El maestro quiere que escriba de Cuba, de cuando era pequeño, que narre las desventuras de crecer en el socialismo real, el divorcio de mis padres, los traumas de la niñez, el exilio, la familia desmembrada, la muerte de mi madre. El maestro tiene razón, pero yo soy un cobarde, los cobardes no pueden ser nunca buenos escritores, me dice. Y tiene razón. Me pide un trago de whiskey. Le digo que no tengo. He ahí tu problema. Un narrador que se respete siempre tiene whiskey en su casa. Le digo que lo mío es la cerveza y el vino. Claro, eso lo explica todo, me responde. Salimos entonces a la licorería de la esquina a comprar una botella. Este barrio es bueno, aquí hay muchas historias, abre las orejas, las mías me han ido creciendo con el tiempo, de tanto escuchar, no creas que las heredé de mis padres. Habla muy alto, casi a gritos, se mete las manos en los bolsillos y saca un billete de veinte dólares y me dice que ponga el resto. Compramos el whiskey y nos sentamos en el piso a beber. Aquí parecemos un par de homeless, nadie nos va a molestar, vamos a tomarnos el whiskey y después nos vamos por ahí a caminar por la Ocho, a escuchar. Se queda en silencio un rato, como perdido en la distancia, en algún recuerdo, entonces saca del bolsillo del pantalón una gastada libreta de apuntes y se pone a escribir con un lápiz, me ignora completamente cuando le pregunto qué escribe, es como si se hubiese desvanecido el mundo a su alrededor, me levanto del piso, agarro la botella de whiskey y regreso a casa mientras él sigue escribiendo. Una semana más tarde regresa con una botella de ron y una historia titulada “Por favor, no me digan que no soy cubano”.