Es domingo en las tristes orejas de mi burro alcohólico, dijo Martín cuando en sus manos cayó una gota de lluvia y al mirar al cielo notó la extraña forma de unas nubes grises que se movían rápidamente. Siguió caminando hasta llegar a su destino: una cabaña que había construido en un claro cerca del río. Desde ahí podía escuchar las voces de los tres pescadores y la algarabía que formaban cada vez que uno de ellos pescaba algo. Venían desde muy lejos cada domingo, desde la ciudad enorme situada miles de kilómetros al sur, parqueaban sus carros cerca del río y desmontaban sus kayaks de pesca. Con ellos, siempre traían suficiente alcohol para hacer sus jornadas de pesca una aventura emocionante. Por lo menos, eso decían a menudo. Martín los escuchaba frecuentemente hablar de sus deseos de escapar de sus vidas aburridas y monótonas y decir que solo se sentían vivos allí, en aquel río donde tomaban alcohol a sus anchas y de vez en cuando pescaban algún que otro salmón.
A eso de las seis de la tarde Martín escuchó el primer disparo seguido por insultos políticos. Uno de los hombres tenía una pistola en la mano y le apuntaba a otro que sangraba, pero no dejaba de gritarle al que le había disparado. Martín entró de nuevo a la cabaña a buscar su rifle y entonces sonó el segundo disparo. Cuando salió, Martin vio que el tercer hombre le había disparado al que tenía la pistola en su mano. Mientras corría hacia el río con su rifle, Martin vio como el tercer hombre introducía el barril de su pistola en la boca y se daba un balazo. Al llegar finalmente al río, Martín vio los tres cadáveres, cada uno en sus kayaks de pesca rodeados de salmones recién pescados y aún con vida.