El tiempo inventó su relojero”, nos dice Juan Gelman en un verso inteligente y memorable. Lo que me llevó a pensar que el tiempo no es invento del hombre sino al revés porque en el principio de los tiempos el tiempo se vio muy solo en el mundo sin nadie que viera o temiera su poder. De modo que tuvo que crear criaturas que lo midieran y se ajustaran a sus ritmos, reglas y condiciones. Y así el tiempo creó primero a Dios, luego al espacio y finalmente al hombre.
Anoche soné con una palabra que no está en el diccionario. Eutevia, que supuestamente significa saber algo sin saber que se sabe, es decir, un conocimiento inconsciente o algo así. Esta mañana busqué en Google y lo único que me salió fue una señora mayor que vive en Pensacola y que se llama así. La única explicación que encuentro a este sueño tan raro (y a otros que he tenido esta semana) es que desde hace unos días estoy tomando leche de soya. La soya es saludable para el cuerpo pero dañina para el cerebro.
“You spray the soil, not the leaves”, I tell you, as you water the seedlings in the pots by the window and we discuss dystopian literature. “My favorite dystopian novel is ‘Lord of the Flies’,” you say. I look at you and ask you if you would like some tea. “I’m adding sugar this time, just a bit.” You nod your head and inspect one of the pots.
“I agree. It’s a basic human story. Humanity at its core. It probably is the most universal dystopian novel,” I finally say as I heat up the water for the tea.
“Is it time to replant these seedlings? Are they ready to be planted outside in the garden?”
“I’m not sure. Will they survive?”, I reply and hand you a cup of warm tea.
“Let’s wait then. They’re safe inside. So many bugs out there.”
Podemos escribir sobre cualquier cosa, pero escribir es seleccionar, fijar la vista en lo significante, buscar esencias en lo insignificante, jugar con el lenguaje, adorar sus ritmos, endiosar sus diabluras, eternizar lo efímero, efimerizar lo eterno (neologismo necesario). Abro una puerta y más allá del perfil de un rostro desconocido, encuentro una historia. He estado silente. He callado hasta el dolor. Pero no hay manera de olvidar mi canto, ni el silencio puede apagar (extinguir) sus ecos. He mirado sin paz la paz de los sepulcros. He sepultado la voz pero no el impulso. Es hora de ser segundo en lo primero. Elegantemente me reincorporo.
Un día escritor inventó un verbo y decidió registrarlo en la Oficina de Patentes del Estado. Fue un proceso engorroso como todo lo relacionado con estos asuntos burocráticos donde se requieren formularios, firmas y el visto bueno de notarios y funcionarios públicos. Pero finalmente lo logró.
De ahí en adelante cada vez que alguien quería usar el verbo, tenía que pedirle autorización por escrito y por lo menos con dos meses de antelación, además de pagar una suma considerable. Con el tiempo el escritor dejó de escribir ya que se acostumbró a vivir del verbo que había patentado.
Hasta que un día el verbo cayó en desuso cuando la Real Academia lo consideró un barbarismo anticuado. Entonces el escritor trató de inventar uno nuevo pero ya no sabía cómo. Además, tenía competencia. Otros escritores le habían cogido el gusto a eso de vivir de verbos patentados. Después de pasar años en la más oscura insignificancia, se le ocurrió una brillante idea: trabajar en la Oficina de Patentes del Estado.
Nos dicen a menudo los que saben de estos menesteres que solo debiéramos escribir sobre lo que conocemos bien. Es algo que parece lógico y tiene sentido con bastante frecuencia como para parecer una verdad sólida e irrebatible. Pero también parece razonable la fascinación de escribir sobre lo que se desconoce, abrir a través de la escritura las puertas hacia lo desconocido, explorar ciertos universos mediante esos extraños símbolos formados por fonemas y grafemas y que enlazamos a través de la sintaxis, mecanismos lingüísticos en fin que nos conducen a algún sitio en el que no habíamos estado antes (llegar es conocer aunque superficialmente). La ignorancia como vehículo de conocimiento.
Fíjate Feijóo cómo se fija la fama, partida en dos como el mar bíblico, una franja de luz y otra de sombra, fíjate no más Feijóo cómo está cayendo desde lo alto el sol en este día de ruidos, fíjate Feijóo en la muerte de estos peces que la lluvia arrastra hasta los pies del pueblo, fíjate en la faz de la finca feroz. Fíjate. Yo ya no puedo hacer nada, pero tú eres joven, tú tienes la fuerza que a mí me falta, Feijóo. Súbete a lo más alto y grita. Busca en la montaña la caverna de la que tanto hemos hablado y halla en sus paredes musgosas los dibujos que te describí cuando viniste a visitarme para que te contara cómo se cuenta y te conté y te describí paso a paso cómo se enlazan los sucesos y cómo se esculpe un personaje desde adentro hacia afuera y entendiste Feijóo y te fuiste a contar historias por los campos como un juglar y te escuchaban, te escuchaban calladamente para irrumpir luego en aplausos cuando terminabas la historia y todos creían que eras Dios pero más piadoso y te fuiste de pueblo en pueblo a hacerlos felices con tus fantasías de barcos piratas y tesoros escondidos en islas inhóspitas. He sabido de ti por las malas lenguas que son las que saben contar, he sabido de tus miles de aventuras en los llanos y las montañas, en los caudalosos ríos del este del país donde más de una vez estuviste a punto de ahogarte, he sabido de tus miles de amoríos y corazones rotos (las mujeres siempre quieren entregarte algo, ya sea una sopa caliente, un plato de frijoles o su cuerpo desnudo), me han contado sobre la vez que le gritaste al presidente que no era otra cosa que un general descolorido y alcohólico, entregado a la destrucción de su hígado y de una nación entera, me lo contaron, me lo dijeron Feijóo y me estuve riendo por horas, porque así se fija la fama, es como una costra que viaja contigo en cada camisa que te pones y en vez de ir aclarándose va oscureciéndose y creciendo, así es la fama, Feijóo, me cuentan de tu desdén por el ruido de las ciudades y como caminabas por las calles con las manos cubriendo tus oídos y no escuchabas a nadie, solo repetías que había ruido, mucho ruido y seguías camino a no sé dónde porque qué ibas a hacer tú en una ciudad si eres un hombre de monte, fíjate cómo es la fama, Feijóo, como un mar bíblico, una franja de luz y otra de sombra, que va contigo a todos lados, incluso después de muerto, así es la fama, Feijóo, así es la fama.
En camino a Monterosso, una villa de la riviera italiana, nos pareció ver un campo de girasoles a través de la ventanilla del tren. Digo nos pareció porque aún no estamos muy seguros de haberlo visto. Era una masa compacta de flores que más que amarillas parecían doradas y todo fue tan rápido (un tren veloz es algo muy serio y a veces poco poético) que no tuve tiempo de fotografiarlas. En el camino de regreso, intentamos ver el campo de nuevo pero no pudimos. Ahora nos hemos quedado con la duda, ¿lo habremos visto realmente o sólo lo imaginamos? De todas formas da lo mismo, las fotos hechas con la imaginación no se pueden postear en Facebook.
Lo veo todas las mañanas recogiendo basura de un enorme contenedor que han colocado en los bajos de mi edificio para los desechos de una obra de construcción. Es un señor de unos ochenta años, canoso, que apenas habla y se mueve con una agilidad de un adolescente. Maneja una camioneta blanca, muy maltratada por afuera pero cuyo motor parece aún estar en plena forma.
El señor separa con mucho cuidado los cartones de los pedazos de metal que los constructores arrojan en el contenedor. Organiza la carga con mucha precisión, metódicamente: los cartones primero, los metales encima. A veces encuentra cosas de más valor que la gente del edificio, la mayoría jóvenes que se mudan de trabajo y de ciudad con mucha frecuencia, arroja a la basura en su deseo de aligerar el camión de la mudada.
El señor nunca sonríe. Una sola vez lo vi sonreír. Un perro que alguien llevaba a hacer sus necesidades atrapó con sus dientes una rama de un arbusto y no la quería soltar. El señor se acercó al animal con una bolsa de galletas y le puso una cerca del hocico para que el perro soltara la rama. Ante tal tentación, el perro soltó la rama y el señor, una enorme carcajada.
Pero generalmente no se entretiene con distracciones de ningún tipo. Hace su trabajo como si fuera invisible (o tratando de serlo) y se va luego tranquilamente a vender su mercancía.
A unos les da por hablar solo, a este le dió por boxear solo. Estamos sentados afuera de la barbería esperando nuestro turno mientras observamos a un hombre mayor, mulato, medio obeso, boxear contra un enemigo invisible junto a una parada de bus. Era boxeador en Cuba, me dice el hombre sentado a mi lado. Aquí se volvió predicador y llegó a tener su propia iglesia hasta que le dio por la cocaína en los ochenta y lo perdió todo. Estuvo preso un tiempo y ahora duerme en el patio de una iglesia. Lo dejan porque por las mañanas lo primero que hace es barrer y mantiene los alrededores de la iglesia bien limpios, pero cuando termina se pone a caminar por toda la calle ocho a fajarse con contrincantes invisibles y narrar sus propias peleas. Una vez alguien quiso contratarlo como entrenador de boxeo pero rechazó la oferta. Según dicen, le dijo que cada hombre debe aprender a pelear por sí mismo. Es una pena porque el tipo tiene técnica, pero imagínese, también está loco.